Es posible que la primera mesa de billar que se vio en Peñaranda de Bracamonte la trajera el ciudadano don Francisco López de la Peña a principios del siglo XIX. Seguramente la colocó en un salón situado al lado del comedor de su vivienda, ya que era idea común por entonces que la práctica de dicho juego tras las comidas favorecía la digestión. En ese espacio de uso exclusivo para los caballeros, que solía decorarse con retratos femeninos, pasaban muy buenos ratos don Francisco y su amigo don Pedro Mediero, que había colaborado en el empeño de traer a la ciudad este juego de reyes y nobles. Poco podían imaginar los dos entusiastas practicantes del billar que aquel inocente entretenimiento les iba a colocar, al cabo de unos pocos años, en el ojo del huracán. El caso es que cuando, en mayo de 1809, un contingente de tropas francesas ocupó Peñaranda, el general al mando de las mismas buscó una buena casa en la que residir y parece ser que la de don Francisco, que además contaba con una mesa para poder practicar una forma de recreo tan apreciada entre la oficialidad gala, le pareció más que idónea.
A don Francisco y a don Pedro no les quedó más remedio que resignarse, como también le ocurrió al resto de los ciudadanos de Peñaranda, asfixiados por las contribuciones que los invasores franceses les imponían en forma de productos y dineros. La victoria en Tamames del ejército español comandado por el duque del Parque el 18 de octubre de 1809 resultó esperanzadora, tanto para el reino de España, que ansiaba verse libre del yugo de Napoleón, como para don Francisco y don Pedro, que pensaron ingenuamente que iban a poder recuperar su mesa de billar. Cualquier expectativa de libertad se diluyó el 28 de noviembre de ese mismo año, cuando el mismo ejército español que había resultado victorioso apenas un mes antes sufrió una estrepitosa derrota en Alba de Tormes.
Las cosas transcurrieron con bastante tranquilidad en Peñaranda de Bracamonte hasta el 1 de julio de 1811, cuando, gracias al chivatazo dado por unos individuos afectos al invasor, un nutrido contingente de caballería francesa provocó una masacre entre las tropas de Jerónimo Saornil, que se había reunido en la ciudad con otros comandantes de guerrilla. Al cabo de un año, concretamente el 23 de julio de 1812, los peñarandinos fueron testigos de la penosa retirada del ejército francés comandando por el mariscal Marmont, que había sido contundentemente derrotado en la batalla de los Arapiles el día anterior. Ahora sí que parecía que el billar iba a quedar libre de sus ocupantes, aunque no por mucho tiempo, ya que en noviembre de ese mismo año los gabachos estaban de vuelta, esta vez liderados por el mismísimo rey José I Bonaparte. Con el monarca intruso llegó la vuelta a las contribuciones, al miedo y a las aburridas tardes padecidas por don Francisco y don Pedro.
La calma chicha se acabó en la noche del 7 al 8 de mayo de 1813, cuando cuatro jóvenes peñarandinos —Bartolomé Yeguas, Venancio Díaz, Casimiro Conde y un tal Pelayo de apellido desconocido— no tuvieron mejor idea que entrar en el corral de la casa en la que se encontraba el billar con el objetivo de robar cuatro valiosos corceles y unirse a la lucha contra el invasor, que, por cierto, iba a acabar en la provincia de Salamanca apenas unos pocos días después, aunque esto, por supuesto, se desconocía en ese momento. Los aspirantes a guerrilleros fueron descubiertos por el oficial francés del regimiento 26º de Cazadores a caballo que dormía esa noche en la casa, así que a los muchachos no les quedó otra que apuñalarlo hasta la muerte.
Algunos podrían considerar a los cuatro jóvenes como héroes, no en vano habían causado daño al invasor, pero aquello fue una verdadera inconsciencia que no iban a pagar ellos, que habían logrado huir con los caballos robados, sino sus familiares y conciudadanos. No sabemos si al general Curto, en ese momento al mando de la división de caballería ligera del ejército francés destinado en la zona, le dolió más la pérdida de su edecán o la de sus cuatro caballos, pero el caso es que puso en prisión y formó consejo de guerra a un nutrido número de peñarandinos, entre ellos don Francisco, don Pedro, don Casimiro (padre de Casimiro Conde), don Carlos Díaz Yáñez (padre de Venancio Díaz) y doña María Hernández (madre de Bartolomé Yeguas).
Todo el pueblo se deshizo en súplicas, ya que ninguna culpa tenían del robo y el crimen cometidos por los cuatro jóvenes las personas que habían sido puestas en prisión. El general Curto, convencido de esta verdad, levantó el arresto de todos los presos, pero bajo la condición de que don Casimiro, del que sabía que contaba con una gran fortuna, aportara por medio de su contable, don Antonio Abella, 18.000 reales por el valor de los cuatro caballos y sus monturas. Al final don Casimiro puso 9.000 reales y entre don Francisco, don Pedro y el resto de los progenitores de los fugitivos pusieron los otros 9.000.
El asunto se saldó con dinero, ya que el general Curto era plenamente consciente de que le merecía más la pena llevarse consigo el dinero que la carga moral de la muerte de un puñado de peñarandinos inocentes. De hecho, pocos días después las tropas francesas abandonarían la provincia de Salamanca para no volver nunca jamás y terminar expulsadas al otro lado de los Pirineos por el ejército aliado comandado por lord Wellington. Don Francisco y don Pedro por fin podrían disponer de nuevo de su mesa de billar, lamentablemente con unos miles de reales menos en su haber, pero con vida y felices al recuperar sus apacibles tardes practicando el juego de las bolas de marfil.
Fuente: Archivo Histórico de la Provincia de Salamanca. P.N. 2839, f.497.
AUTOR:_Miguel Ángel Martín Mas, profesor en el Centro de Educación de Personas Adultas de Peñaranda de Bracamonte.