Escuchaba a Fernando Delgado, hace cuantá, en su programa dominguero de la SER. Al otro lado del teléfono, el dueño de un mesón de las cercanías de Segovia leía el menú de su desayuno típico: caldo obtenido de la cocción de las morcillas, morcilla, hígado… Al caldo de morcillas le dio un nombre muy raro, que no tiene nada que ver con el que le damos en nuestra tierra. Entonces, me vino a la memoria el caldo baldo. Está tan lejos como la matanza de antaño, pero, a pesar de los años, nadie puede privarnos del regusto del recuerdo y de la emoción inevitable de la añoranza. Todavía me duelen los puntapiés fallidos a la vejiga del cerdo, que hacía de balón, mientras las mujeres lavaban las tripas en la pila del pozo de mi abuelo, y los hombres suspendían de un pasil de la escalera la figura en canal del cochino, almorzaban el hígado y la panceta y echaban unos tragos de vino y de “parlaos”.
La cebolla picada y las rebanadas de pan de torta esperaban estrecharse con la sangre y las gorduras, aún calientes, del marrano. Desde el amanecer, la caldera negruzca de cobre, colgada de las llares, hervía el agua que se consumía y se iba reponiendo, cada instante, con un puchero de barro.
En un barreño grande vidrioso, se iban depositando las morcillas, que las mujeres se esmeraban en embutir; y, a continuación, las sumergían en la caldera hirviendo durante un tiempo; se extraían y se acostaban sobre una cama de paja, para que se echasen la siesta, mientras escurrían el moquillo antes de colgarlas en las puntas de la chimenea o en el varal. Costumbre era llevar a las vecinas la probadura: un cacho de hígado, unas gorduras, un poco de sangre y un puchero grande de caldo baldo.
Nos preguntamos por qué se llama «baldo» a este caldo. Todo en esta vida tiene su porqué. Y, en este caso, tenemos que echar la vista muy atrás. Por estas tierras nuestras, antes de hablar en castellano, se habló el dialecto leonés. Con el tiempo, se impuso la lengua de Castilla y, entre su vocabulario, se colaron, de improviso, muchas palabras de la antigua habla salamanquina, y entre ellas, figura el vocablo «baldo». Lamano, en su Dialecto vulgar salmantino, dice: `baldo’, “simple, soso, desprovisto de substancia. Llámase caldo baldo al que queda en las calderas, en que se han cocido las morcillas en el mondongo. Se aplica también al caldo que tiene poca substancia».
El caldo baldo sabía a poco, pero tenía la virtud de consolar el estómago del pobre. Estoy seguro de que las morcillas de Segovia son otra cosa: deben dejar escapar por sus agujerillos alguna substancia rnás sabrosa que las de Macotera; pero las de Macotera tenían y tienen una enjundia muy especial, que las hace únicas, y se basa en saber conjugar las especias con los demás enseres como el pan candeal, las gorduras y la sangre caliente, que vomita el cerdo durante sus estertores de agonía. Y, por este secreto culinario, es demandada y apetecida por cuantos se acercan a la mesa o a una barra de bar, de la mano de mi amigo Jorgín.