A principios de octubre, llegan las vendimias. Antaño, cuando nosotros éramos unos mocazos, los cuberos, aprovechando el ocio del verano, y a la espera de la llegada de las primeras aguas de la sementera, bajaban a la bodega y ajustaban la duela de alguna cuba que andaba floja o había que reemplazarla por otra nueva.
Desde que las uvas comenzaban a negrear, cuidaban de ellas guardas puestos por el Ayuntamiento, de las que no se separaban, día y noche, hasta que no quedaban completamente vendimiadas, durmiendo en cabañas hechas por los mismos con forraje y gamarza.
Hasta el día en que daba principio la vendimia, nadie, sin un escrito del Alcalde, podía pisar en las viñas, ni siquiera los propios amos bajo multa, excepto, en los llamados días de uvas, que eran los martes y los viernes de cada semana, en los cuales se permitía a sus dueños ir a verlas y traer una cesta de uvas. Por esta razón, los caminos se encontraban, dichos días, muy concurridos y animados de gente, que iba a pie, en caballería o en carro, a pasarse la tarde.. Se trataba de una fiesta vespertina, un cuadro bucólico, un rato que se esperaba, semana tras semana, como un momento merecido de alegría y divertimento.
Las vendimias revolvían el pueblo. Se daba el pregón el jueves en el mercado de Peñaranda y afluían vendimiadores de todos los pueblos del entorno. Se habilitaban los pajares como dormitorio, adonde se arracimaban niños, padres, mozos, mozas y, más de una vez, hubo que poner moderación.
Al apuntar el día, salían los carros cargados de cestos con los vendimiadores y vendimiadoras encima; ellas acurrucadas en la sayaguesa y, en su faltriquera, guardaban el hocín para cortar los racimos. Se llenaba el camino de griterío, de cantos y sonidos de almireces. Cada pareja cogía su cuévano y a vendimiar. Una vez llenos, se vaciaban los cuévanos en los cestos. Cuando la carga estaba repleta, se cargaba en el carro y se conducía al lagar. Se vaciaban los cestos por la bisnera y se volvía a la viña trotando para estar a punto para reiniciar el acarreo. Existía hasta un desafío entre una cuadrilla y otra, por ver cuál era la más lista y la más diligente.
Pero no era sólo trabajar y afanarse; de pronto, era una liebre la que saltaba de la cama y animaba las cuadrillas o el mozo aprovechaba el menor descuido para estrujar un racimo en el trozo de moza, que asomaba entre el pañuelo que cubría la cabeza, para no turrarse. Y la venganza no tardaba en llegar: cuatro mozas, al menor descuido del mozo, le tiraban al suelo, le desabrochaban la bragueta y le restregaban bien las “vergüenzas” con el jugo meloso de la uva.
Se paraba a la una. Se aprovechaba el último viaje de la mañana, para traer la comida de casa. Con ella, solía venir el ama. Se sentaba todo el mundo en el suelo o donde fuera, y, en medio, se colocaba el barreño grande con el cocido. Siempre el cocido fue la comida del vendimiador: Sopa, garbanzos, berza, chorizo, carne y relleno. Se comía a pilón. Para cenar, ya en casa, se ponían sardinas y callos de las reses, que se mataban para la ocasión. Algunos labradores se ponían de acuerdo y mataban a medias o a cuartas una res para la vendimia. Era el momento de preparar buenas tiras de cecina. Y siguiendo con el menú de la vendimia, se desayunaban patatas cocidas con pimentón, que picaban un rato, y torreznos.
Después de cenar, a pesar del cansancio, se organizaba un cacho de baile a los sones de la badila y del almirez. Yo recuerdo que, mientras el personal cenaba en la amplia cocina, algún gracioso colocaba en el portal el humazo, que se preparaba, vertiendo, sobre una lata, gallinaza con carbón, se prendía y despedía un tufo que apestaba. Todo el mundo se sentía asfixiar y, entre los estertores, salía alguna palabreja ofensiva tras el reo o reos de la broma.
Como señalamos más arriba, la uva se vertía en el largar a través de la bisnera. La uva, por su propio peso, se abría e iba depositando, en el pozo del lagar, el goteo lento del mosto, que emitía un pequeño sonido llamado “pin, pin”. Este mosto (esencia de la uva) se recogía, se embotellaba y se le añadía unas gotas de aguardiente para impedir su fermentación. Se escanciaba en Navidad, y era un excelente compañero de turrones y mazapanes.
Así un día y otro, hasta que termina la vendimia. Luego, comienza el rebusco de los pobres, que iban a recoger los racimos traídos para hacer una tinajilla de vino
Son añoranzas, que desperezan en nuestra mente, con los primeros amaneceres del mes del octubre.