Cada año nace un niño nuevo, a cuyo alumbramiento asistimos todos con grandes alharacas y albricias, sumergidos en burbujas de champán, y embadurnados de confetis y de músicas celestiales y profanas. Suena el villancico, el alboroto, grandes deseos, sueños, esperanzas y la alegría, que se deslizan y fluyen por calles y plazas sin control: Todo se torna en paroxismo y en bullicio del sano.
Así se recibe a este niño nuevo, que nace cada año. Y las comadres se afanan en ponerlo guapo. Y la madre naturaleza lo colma de regalos, de vestidos dorados de espiga triguera, de pastor con zamarra, de blusa negra y sombrero de lanero y chalán, de abarca y manta de pocero, de labrador de surco derecho y del traje multicolor de los mil oficios… Y también de fiesta dominguera, que relaja, conforta y acerca; por consiguiente, nuestro niño nuevo tiene tantos vestidos como el “Manneken Pis” de Bruselas, pero menos lustrosos, pero sí más polvorientos, más fatigosos y de mayor sudor mugroso, pero tan adorables, reconocidos y admirados, como el “niño de Bruselas” que hace aguas menores en una pila.
Y el niño nuevo echa a andar, y se asoma a la puerta de su casa con su flamante atuendo de chalán, recién estrenado como él, con su blusa negra, que abotonaba al cuello un botón charro de plata, sombrero de ala ancha y vara de fresno, tiesa como su figura. Y este niño se hizo hombre, y abandonó la casa y se puso a trotar por el mundo; y, en esos mundos, anida y lucha para ganarse el pan; y, para el menester, tiene que desempeñar muchos oficios: el de mesonero, chalán, ganadero, agricultor, jornalero, colchonero, herrero, albardero, guarnicionero, pastelero, tendero… Y para que lo identifiquen en esas cocinas tiznadas de esos mundos, y sirva de referencia, se le pone que un mote. Y si se afana con la mancera o coge el legón y arranca matas o ablanda el hierro al calor de la fragua para puntear la reja, o se ejercita en otros menesteres de buen pan, enseñoreando su respectivo distintivo de mote.
Este niño multiusos, también se pone la túnica de fiesta, como es merecido, y, en este caso, se le bautiza Navidad, san Antón, Semana Santa, Jueves de Corpus, Santiago, San Miguel, San Roque, los Santos, Purísima y Navidad…
Y este niño-hombre de tanto trajín e inquietud fallece cada año en el mismo día y a la misma hora a los sones de la trompeta y del tintineo limpio de la campana, y, al instante de su muerte, se reencarna en otro niño nuevo, que también nace y se hace hombre por un año. Y vuelve la alegría y se tiran en el bautizo canastos de estrellas blancas. Y vuelve a morir el mismo día y a la misma hora.
El ciclo se abre y se cierra, y se sucede, y se empalma y se eterniza hasta que el cielo se abra de par en par, y acoja a todos los hombres, porque todos son hijos de la diosa madre, la Naturaleza.
EUTIMIO CUESTA