Me comenta un compañero de pupitre: “Cada día, se aprende una cosa nueva”. Precisamente, yo me levanto, cada día, para aprender esa cosa nueva. Y con esa intención, ha tiempo me puse al habla con Melchor Salinero, un macoterano, (por desgracia, nos ha dejado ya), que nació con el oficio de confitero aprendido desde la cuna. Un oficio que estrenó su abuelo Ricardo, y lo han seguido sus hijos y nietos, hasta que el golpe de la jubilación les obligó a salir del obrador.
Tenía conocimiento de que los bizcochos, las almendras garrapiñas, las roscas bañadas y fritas, los hojaldres, los empiñonaos, los mazapanes y el turrón de piñón de los confiteros de mi pueblo, eran los más ricos y apetecidos del mundo. ¡Cuántas enfermedades se han curado con las delicias de los bizcochos de los Salinero de Macotera!
Como son días de ello, os traigo a colación aquella conversación, que sostuve con Melchor (q.e.p.d), en la que me mostró los secretos, que esconden las delicias y exquisiteces de los productos navideños, que se nos ofrecen desde los más diversos escaparates de las pastelerías.
Y, de pronto, me sorprende:
“Te voy a contar una anécdota sobre las almendras. Las almendras garrapiñadas hay que despegarlas en caliente. Cuando había que hacer este trabajo, mi abuelo Ricardo llamaba a los muchachos que jugaban en la calle. Acudían volando. Mi abuelo les decía: “Tenéis que trabajar cantando”, porque, en un principio, comían más almendras que despegaban; pero ellos, a la postre, se las arreglaban, para sacar los bolsos con cogolmo”.
Me contaba mi padre, que él, de muchacho, iba a casa del abuelo Ricardo a arrebañar la caldera donde se elaboraba el turrón de piñón. Me espeta Melchor:
“Para hacer un buen turrón es necesaria una miel de buena calidad. Nosotros la traíamos de San Miguel de Serrezuela. Se echaba en un perol grande de cobre junto con merengada para darle blancura. Se batía primero al cero, o sea, se movía el palo bordeando las paredes del perol. Cuando espesaba, se movía la masa al ocho, es decir, batiendo en forma de ocho. Cuando la miel se endurecía, se le metía la punta de un cuchillo y se sacaba al aire. Una vez frío, se le daba un golpe contra una mesa. Si el trozo se desprendía de éste, ya estaba en su punto. Se le echaban los pichones, no tostados, pero sí secos. Con paletas de madera se extendía sobre una mesa untada de aceite. Se partía en tabletas con un cuchillo, se envolvía en papel blanco y fino, y en otro de estraza.
Un acompañante imprescindible del turrón, en la mesa pascual, es la bandeja con mazapanes, y que, incluso, llegan a superarlo en relevancia.
“Te voy a contar cómo se idearon los mazapanes. Los inventaron unas monjas de Toledo durante la guerra de la Independencia. No disponían de harina para hacer el pan de cada día. Se les ocurrió, para obtener harina, machacar almendras y, con ella, elaborar el pan que precisaban. Acabada la contienda, se le ocurrió a otra monja mezclar la harina de almendra con azúcar, y así consiguió el mazapán, un dulce muy rico. Los conventos siguen dando muchas satisfacciones a los golosos y, no menos, a los confiteros. “A nadie le amarga un dulce, aunque se coma amarguillo”.
Como observo, la almendra es un lenitivo para casi todo lo bueno y sabroso. A mí me privaban aquellas tartas de almendra, que los madrileños, cuando cruzaban por Peñaranda, se llevaban de la pastelería de Luis Salinero y de su esposa Manuela Madrid. Seguro que yo sería incapaz de fabricar una casera; por eso, no debes tener reparo en explicarnos qué lleva.
“La tarta que, normalmente, se vende como de almendra va simplemente fileteada de almendra, pero no es una verdadera tarta de almendra. Para elaborar una tarta, propiamente, dicha, necesitamos kilo y medio de mazapán; se rebaja con doce huevos y seis yemas, se bate bien y, después, se mezcla con doscientos cincuenta gramos de almidón de trigo; se baten las seis claras, que hemos dejado, a punto de nieve, y se mezcla con el batido para blanquearlo y darle ligereza; se mete en el horno a 180 grados durante 20 ó 30 minutos; una vez cocida, se parte en dos mitades horizontalmente, se emborracha con jarabe de azúcar y el 10% de Jerez, y se rellena de plátano confitado; a la parte de abajo de la tarta, se le aplica yema confitada y, a la parte de arriba, picadura de frutas. Se recubre toda con nata o mantequilla, y se adorna según el arte del confitero”
Se me ha hecho la boca agua, y, apenas, puedo modular palabra con tanta ricura y delicia. Y he dejado para el final la presentación de este macoterano, confitero de oficio y de mote.
Melchor fue uno de los reposteros más famosos de la provincia, con su labor callada, su espíritu de trabajo y su idea, ha logrado ganarse la fama en gran parte de España. Sus dulces, pastas, tartas, bizcochos y pasteles merecían la obligada parada de muchas personas en la calle El Carmen, 3, de Peñaranda, camino de cualquier dirección.
Melchor ha desarrollado la mayor parte de su vida social y laboral en Peñaranda, desde que su padre Luis Salinero decidió trasladar su negocio de Macotera a la cabeza de comarca, hizo más de setenta años.
EUTIMIO CUESTA
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