Cuando llega diciembre, asoman las castañeras la punta candente de su nariz y la del pañuelo de la cabeza desde el interior de su garito de chapa: son como las mensajeras, como las heraldas de unas fechas entrañables, que invitan a la renovación y vitalizan valores y costumbres que tienen que ver con la convivencia de la más entrañable.
En esos días de Navidad, en casi todos los hogares, figura algo que simboliza el nacimiento de Jesús: un belén, un árbol, un portal, un despliegue de campanillas, una vela encendida ribeteada de adornos sobre una consola…
Los primeros atisbos de belén se comienzan ya a sentir en la catacumba de Priscila (s. II); en su interior existe un fresco, en el que aparece la Virgen con el Niño en brazos y, a su lado, Isaías apuntando con el dedo hacia una estrella, que asoma en el firmamento; pero el mensaje toma vida con san Francisco de Asís tras una peregrinación a los Santos Lugares. Se celebraba la Eucaristía en la nochebuena de 1.223 en una cueva del pueblo italiano de Greccio, próximo al convento del Santo; dentro de la ceremonia, se preparó una representación viviente de un pesebre con una mula y un buey, considerándose, desde entonces, esta representación como el origen del belenismo. Cuenta una leyenda que, debido al frío, un muñeco fue elegido para representar al Niño Jesús y, a la hora del nacimiento, el muñeco empezó a llorar.
Si hacemos caso a la Literatura, y debemos hacerlo porque nos lo dicen los papeles; a principios del siglo XIII, en nuestras iglesias y monasterios, existía la costumbre de representar, en vivo, los pasajes del nacimiento y de la epifanía, o adoración de los reyes. Y del hecho, nos queda constancia en el Auto o Representación de los Reyes Magos de la catedral de Toledo, pieza literaria compuesta de 147 versos de métrica irregular; en cuya trama, cada uno de los tres Reyes Magos, al descubrir la estrella milagrosa, decide ir en busca de Jesús, y le ofrecen oro, incienso y mirra. Y me he preguntado muchas veces qué iban hacer José y María con esas suntuosidades; pero “La leyenda Dorada” me da una explicación, que puedo aceptar. Dice en ella san Bernardo de Claraval «que los Magos ofrecieron a Cristo oro para socorrer la pobreza de la Virgen Santísima; incienso, para contrarrestar el mal olor que había en el establo; y mirra, para ungir con ella al Niño, fortalecer sus miembros e impedir que se acercaran a él parásitos e insectos».
A finales del siglo XVI, se empieza a difundir el belén con la aparición de grandes estatuas de madera y barro cocido, especialmente, en las iglesias y monasterios; y, a partir del XVII, los belenes pasaron de las iglesias a los hogares; ahora, no ocupan los espacios simbólicos estatuas voluminosas, sino figuras pequeñas, que se fabrican, preferentemente, de barro cocido. Carlos III instauró el belén en la corte madrileña, por costumbre vivida en Nápoles en sus años de Virreinato en la ciudad italiana. A partir de esta época, el belén se ha convertido en fuente de inspiración de grandes belenistas, que realizan verdaderas obras de arte. Entre ellos, figuró el gran Salzillo.
EUTIMIO CUESTA