¡Lo que ha mendigado y llorado el campo, hasta conseguir que la lluvia se volviera condescendiente! No ha sido demasiado generosa, pues la lluvia es espléndida cuando llena las charcas, y, en esta ocasión, no lo ha conseguido; en cambio, ha sido suficiente para que el labrador realice una buena sementera. Ya los tractores pueden avanzar lentamente removiendo la tierra, mientras la sembradora espera su faena acostada en la hilera de la linde. Hasta el sol se ha levantado sonriente, para contemplar y admirar la escena, como un espectáculo. Y yo también la he disfrutado desde la carretera apoyado en el cayado, que me sirve de lazarillo. Y mientras se desarrollan estos quehaceres, el mosto fermenta en la cuba.
Y eché a andar, y mi mente comenzó a rebobinar la historia de la siembra de antaño, la que se realizaba en surco. Entonces, el labrador se afanaba en revisar el arado con sus piezas: las clavijas, el barzón, el dental, la mancera, las cuñas, la cama y vitola del arado, y llevaba las rejas a aguzar a la fragua, y dejaba, para el final, la colocación de los gavilanes en el extremo de la aijada. (nosotros decíamos aijá)
Y todo a punto, el labrador, inquieto, se afanaba en preparar el terrero para la siembra. Antes había retirado la basura, hacinada durante el año en corrales y corralizas, en carros provistos del tablón delantero, que mostraban en su exterior escenas de un paisaje agreste o de una cacería galguera…, y la depositaba en la besana en pequeños montones, dispuestos en hileras, que, después, esparramaba, uniformemente en manto, con el pico de seis dientes.
La sementera se iniciaba con la siembra de las lentejas y de los garbanzos; luego, les llegaba el turno al trigo, la cebada, el centeno, la avena…Todas estas labores había que hacerlas en su tiempo, porque existía un refrán que rezaba: “El que siembra por los Santos siembra trigo y coge cantos”.
La imagen mañanera era un ritual: la yunta con el arado sobre el yugo haciendo cruz, el saco de simiente sobre la testuz de la yunta y el extremo del timón dibujaba, sobre la tierra reseca o sobre el barro, una línea irregular marcada por el paso balanceante de la yunta; en otros
momentos, la pareja iba enganchada al carro y se montaban en este los aperos y la simiente. Era habitual observar la calle ensuciada con regueros de cagajones y boñigas, que solían barrer las mujeres, que, después, depositaban en el muladar de casa como alimento de sus gallinas o como estiércol, que, en el verano, se cambiaba por un carro de burrajos para el invierno.
Mientras el labrador aderezaba el arado, ajustaba las cuñas y asentaba la reja con la azuela, el mozo cargaba la sembradera sobre el hombro, y emprendía la tarea, a lleno por lleno, o sea, tirando una fanega de grano por huebra de terreno; para ello, trazaba una calle de ocho o nueve cerros, espacio que podía alcanzar con el impulso del puño cargado de simiente, e iba avanzando por la besana con marcha acompasada y paso garboso.
A la yunta, se la colocaba en el cabecero de la finca con las orejeras en ristre, para impedir su visión lateral; y el gañán, mancera o esteva en mano, iba guiando la pareja con la voz, y abriendo, al tiempo, los cerros, con la aijada, con su gavilán, amarrada con la mano izquierda, por si era necesario limpiar el barro de las orejeras; la mirada firme a lo lejos, iba enterrando la simiente bajo un lienzo de tierra arcillosa.
Al mediodía, el labrador y su mozo se sentaban en el hato, y sacaban de las alforjas la merienda, que les había metido el ama y el barril de tinto, mientras la pareja hacía lo propio con la cebadera suspendida de su testuz.
En función de las labores que se realizaban en el campo, tomaban distintos nombres. Es besana, la rastrojera consumida y zaleada por la pisada reiterativa del rebaño. Al levantarla y ponerle el cerro, pierde esa denominación y pasa a llamarse pardala. Cuando es sembrada, deja de llamarse pardala y se convierte en serna. Una vez macollada, recibe el primer arico, entonces se dice senara. Una vez espigada, se le llamaba cierna, y “pan”, cuando está a punto de ser segada.
Antiguamente, se distribuía la propiedad en yugadas. Una yugada se definía al terreno que era capaz de labrar un yugo durante un año, que venía a ser como cincuenta huebras (un yugo era una pareja) Huebra: el trabajo que realizaba una yunta en un día, equivalente a 4.472 metros cuadrados. El estadal era la medida agraria habitual, que se utilizaba para determinar la capacidad de superficies pequeñas, equivalía a 11,18 metros cuadrados. La huebra son cuatrocientos estadales. En otros lugares, a la huebra se le da el nombre de obrada.
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